Eutanasia y derechos fundamentales


Pormarina.cordeiro- Postado em 02 abril 2012

Autores: 
MARTÍNEZ, Fernando Rey

Resumo


Introducción: el problema de la eutanasia en su contexto; 1 Eutanasia y derechos fundamentales, modelos posibles de relación: eutanasia prohibida, eutanasia como derecho fundamental, eutanasia como libertad constitucional de configuración legislativa y eutanasia como excepción legítima de la prohibición constitucional de disponer de la vida ajena.

Texto


Introducción: el problema de la eutanasia en su contexto

1. Eutanasia y derechos fundamentales, modelos posibles de relación: Eutanasia prohibida, eutanasia como derecho fundamental, eutanasia como libertad constitucional de configuración legislativa y eutanasia como excepción legítima de la prohibición constitucional de disponer de la vida ajena

 

Introducción: el problema de la eutanasia en su contexto

El examen de la eutanasia es uno de los problemas más difíciles del Derecho Constitucional. El asunto, que evoca un tenso, e incluso dramático, conflicto entre la prohibición de matar y la autonomía personal en relación con la propia existencia en un contexto de cercanía de la muerte o de intensos sufrimientos, necesariamente requiere un enfoque pluridisciplinar (jurídico, médico, ético, etc.), y, por si fuera poco, no permite una solución jurídica satisfactoria por completo. Todos los modelos de abordaje jurídico del problema arrojan luces y sombras. Las soluciones oscilan entre las malas y las peores. Pero unos parecen tener más ventajas que otros. En este breve trabajo, que compendia algunas de las principales ideas expresadas en otro más extenso[1], intentaré proporcionar algunos criterios para un discernimiento razonable. 

El contexto fáctico del problema de la eutanasia es el surgimiento de un nuevo poder, con riesgo de desbordamiento y abuso, frente al que los derechos fundamentales deben reaccionar para asegurar a las personas un ámbito de libertad, el poder emergente de la tecnología médica en relación con el final de la existencia humana, cada vez más “medicalizado”. La protección absoluta de la vida planteó pocos problemas mientras la Biología y la Medicina no estuvieron en condiciones de manipular el comienzo y el fin “natural” de la vida humana por medios artificiales. De hecho, no es casual que la palabra, de origen griego, eutanasia (“buena muerte”), no haya adquirido su sentido actual (como equivalente a alguna forma de ayuda en el morir) precisamente hasta nuestra época, a pesar de que ya se utilizaba desde la antigüedad para aludir a una muerte natural, rápida y sin demasiados dolores. El paradigma de una muerte así en el mundo antiguo es la del emperador Augusto, tal como la narró Suetonio. El significado contemporáneo de la eutanasia como derecho del enfermo terminal de poder decidir el modo y el tiempo de la propia muerte es un fruto necesario de la edad de la técnica, cuyas condiciones eran completamente desconocidas en las edades precedentes. La Constitución protege al paciente en estado terminal o con graves padecimientos difíciles de soportar frente a su reducción como objeto o víctima de una “medicina de aparatos”. 

La pregunta sobre la eutanasia requiere el examen conjunto de otras cuestiones íntimamente asociadas: si existe o no un derecho fundamental a disponer de la propia vida; cuál es el estatuto constitucional del suicidio; si hay o no diferencias cualitativamente significativas, desde el punto de vista jurídico, entre la eutanasia activa de un lado y la indirecta y pasiva por otro; y, en suma, si de la Constitución se deriva la obligación de permitir la eutanasia, o de prohibirla, o de remitir la regulación al legislador penal, y en tal caso con qué extensión y bajo qué condiciones. Es preciso ordenar de modo razonable las piezas de este puzzle. 

El debate, además de altamente ideologizado, es complejo y se desarrolla en escenarios religiosos, sociales, políticos, médicos y, por supuesto, jurídicos, donde se corre el riesgo, casi fisiológico, de intentar hallar el fundamento legitimador de la propia postura, convirtiendo a la Constitución en un babel de interpretaciones incompatibles y recíprocamente irreductibles. 

La cuestión se juzga desde la perspectiva religiosa y (bio)ética. La radical postura contraria de la Iglesia en un país de tradición cultural católica, como el nuestro, impacta con fuerza sobre el debate. Hay una áspera diatriba antropológica de fondo en el contexto de una sociedad multiética; el acuerdo se contrae al hecho de que la vida no es sólo “biología” sino también “biografía”, pero unos y otros extraen consecuencias totalmente diferentes de esta idea aplicada al proceso de la muerte. 

La controversia acapara de modo recurrente la atención de los medios de comunicación, sobre todo a partir de casos-límite especialmente llamativos. En España, el problema debuta con la solicitud de ayuda al suicidio de Ramón Sampedro, que finalmente logra en 1.998. Pero, de modo similar a lo que sucede en otros países, se han ido presentado diversos casos que han llamado la atención de la opinión pública: el de las sedaciones terminales en el hospital Severo Ochoa de Leganés, el de Jorge León, un escultor tetrapléjico de 53 años que se suicidó el 4 de mayo de 2.006 –ayudado por tercero o terceros- en Valladolid (a mi juicio, tenía derecho a que se le desconectara el respirador artificial por personal médico del mismo modo que un año más tarde lo ha hecho Inmaculada Echevarría), el de Madelaine Z., una mujer de 69 años con esclerosis lateral amiotrófica que se suicidó en Alicante en enero de este mismo año, y, últimamente (por ahora), el ya citado de Inmaculada Echevarría. El último caso es más problemático, en principio, porque la limitación del esfuerzo terapéutico no consistía en una simple omisión, sino en un hacer (la desconexión de la respiración asistida, así como la administración de sedantes), pero la literatura penalista es prácticamente unánime en que también en estos casos estamos en presencia de una eutanasia pasiva no punible. 

La polémica está, por supuesto, en la arena política. Periódicamente se presentan en el Congreso de los Diputados diversas interpelaciones en relación con la regulación de la eutanasia, pero, desde el punto de vista político, el lugar donde se ha planteado con mayor agudeza el problema quizás haya sido en el marco de la oleada reciente de reformas de los Estatutos de Autonomía. En efecto, el texto de Estatuto que aprobó el Parlamento de Cataluña el 30 de septiembre de 2.005 incluyó un artículo, el vigésimo, bajo la rúbrica “derecho a morir con dignidad”. Esta disposición tenía una redacción deliberadamente ambigua en su rúbrica, “derecho a morir con dignidad”, y un contenido incierto, que parecía admitir el reconocimiento en ciertos casos de la eutanasia directa (y así fue advertido en el debate partidista y por los medios de comunicación). Al menos simbólicamente, ya que la prohibición penal seguía vigente, así como la Ley estatal básica sobre derechos del paciente, que establecía –y establece- un marco bien preciso de límites, también para los documentos de instrucciones previas o voluntades anticipadas a los que se refiere el apartado segundo. La norma no podía, obviamente, despenalizar la eutanasia directa en ningún caso (porque las Comunidades Autónomas carecen de competencia en materia penal), pero su redacción parecía albergar y animar (dada la situación de mayorías políticas del momento en Cataluña y en Madrid) una promesa de reforma estatal en clave despenalizadora. En este sentido, fue leída como un triunfo político (de ningún modo jurídico) de los partidarios de la despenalización de la eutanasia. Quizás por ello esta redacción no prosperó en la tramitación de la reforma del Estatuto en el Congreso de los Diputados. El debate giró, a instancias del nuevo acuerdo entre el grupo socialista y el convergente, hacia el reconocimiento del derecho a recibir adecuados tratamientos paliativos, lo cual supuso una inteligente manera de desactivar el problema planteado. La alternativa entre cuidados paliativos y eutanasia activa es un argumento que aparece de mo do crónico en este debate, con la idea subyacente de la relación inversamente proporcional entre cuidados paliativos y eutanasia. 

La redacción que finalmente se aprobó en el Estatuto catalán suprime la anfibológica rúbrica “derecho a morir con dignidad” y la sustituye (también en el art. 20) por la expresión “derecho a vivir con dignidad el proceso de la muerte”, que también es ambigua, pero que se refiere no a un supuesto “derecho a morir”, sino, en positivo, por decirlo así, a “vivir con dignidad” el proceso de la propia muerte (su ubicación sistemática en el mismo apartado donde se reconoce el derecho del paciente a los cuidados paliativos permite precisar o tematizar ya, en alguna medida, su campo de aplicación). A pesar de este intento de suavizar y reconducir la cuestión, es dudoso que una Comunidad Autónoma pudiera regular aspectos concernientes a derechos tan personales (vida, integridad, etc.) como los aquí invocados. Si el “derecho a vivir con dignidad el proceso de su muerte” equivale al derecho a los cuidados paliativos (o a la autodeterminación corporal – otra materia sobre la que la Comunidad no tiene competencia de regulación-), la fórmula es perfectamente inútil, y si tiene otro contenido, además de ser inconstitucional por razones formales de incompetencia, también lo será por motivos de fondo, de contradicción con el derecho a la protección jurídico-constitucional de la vida tal y como lo viene interpretando (hasta ahora, por lo menos) el Tribunal Constitucional. 

Ahora bien, aunque el debate de los nuevos Estatutos no ha hecho avanzar el reconocimiento jurídico de la eutanasia (por la propia limitación de su factura institucional no podía hacerlo), sí ha provocado, sin embargo, en este punto un interesante resultado: ha consagrado como “nuevo” derecho (dentro de la reciente y discutida categoría de los derechos estatutarios) uno de naturaleza prestacional, el derecho a los cuidados paliativos, el derecho frente al dolor físico. Pero lo cierto es que el alcance de los cuidados paliativos en España es todavía limitado, no está universalizado, se limita a ciertas zonas, patologías y número de enfermos. 

Insisto en que el debate sobre la expresión “derecho a morir” del Estatuto catalán no me parece riguroso desde el punto de vista técnico. “Derecho a morir” o “derecho a morir con dignidad” no equivalen necesariamente (entre otras cosas) a eutanasia directa o a suicidio asistido. La expresión “derecho a morir” es tan expresiva como deliberadamente equívoca. Desde luego, no tiene un sentido preciso porque la muerte, más que un “derecho”, es un “hecho”, fatalmente inevitable por lo demás. En el derecho norteamericano, el right to die se ha convertido en una rama del ordenamiento, de reciente creación pero de desarrollo fulgurante, cuyo contenido, bastante variado (pues comprende disposiciones constitucionales, penales y de daños), remite a la regulación sobre el modo en que pueden adoptarse las decisiones en orden a “rehusar el tratamiento médico que sostiene la vida” o “a la toma de decisiones sobre el final de la vida”, pero de ningún modo comprende la eutanasia activa directa ni el suicidio asistido por un médico. 

El debate sobre la eutanasia es también vivo, lógicamente, entre los profesionales de la medicina. En el Juramento de Hipócrates, que figura como introducción al Código de Ética y Deontología Médica de 1.999, se lee: “Y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso”. Es importante destacar el hecho de que las normas deontológicas médicas tienen, por definición, carácter moral, pero esto no excluye que se las pueda dotar de algún tipo de eficacia jurídica en la medida en que la potestad de aprobarlas y de aplicar la disciplina corporativa está atribuida por la Ley de Colegios Profesionales a la Organización Médica Colegial. La normativa deontológica en España está integrada por el Código de Ética y Deontología Médica de 1.999 y las Declaraciones de la Comisión Central de Deontología aprobadas por la Asamblea General de la Organización Médica Colegial. Pues bien, el art. 27 del Código mencionado, a la vez que habilita (e incluso obliga) al médico a practicar la eutanasia indirecta y la pasiva, prohíbe en su párrafo tercero, en fórmula lapidaria muy próxima a la del juramento hipocrático, la eutanasia directa: “El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste”. Si un médico incumple el Código, puede incoarse un procedimiento disciplinario según lo previsto en el Título VIII de los Es tatutos Generales de la Organización Médica Colegial, de 1.980, que puede dar lugar, según la gravedad de la falta (art. 64), a sanciones como la amonestación privada, el apercibimiento, la suspensión temporal de ejercicio profesional e incluso la expulsión del Colegio (art. 65), lo que, en la práctica, dado el sistema español de colegiación obligatoria para poder ejercer la medicina, equivale a su inhabilitación definitiva para ejercerla. 

La querella doctrinal es intensa, cómo no, entre los juristas. La discusión jurídica actual sobre eutanasia y suicidio asistido presenta numerosos protagonistas, escenarios y enfoques, pero, hasta el momento, la lideran abrumadoramente en España penalistas y filósofos del Derecho. Sin embargo, la cuestión tiene importantes implicaciones de Derecho Constitucional. Coincido con F. Hufen cuando sostiene que una dogmática de Derechos Fundamentales “sobria” podría contribuir aquí, igual que en otras cuestiones límite que plantea la Medicina, a la racionalización de un debate con demasiada carga ideológica. La cuestión requiere, sin embargo, más allá de gruesos argumentos intercambiados entre las posiciones éticas en combate, una inteligencia constitucional finamente articulada. 



 

1. Eutanasia y derechos fundamentales, modelos posibles de relación: Eutanasia prohibida, eutanasia como derecho fundamental, eutanasia como libertad constitucional de configuración legislativa y eutanasia como excepción legítima de la prohibición constitucional de disponer de la vida ajena
En el texto que he escrito sobre este asunto, al que me he referido antes, analizo desde el punto de vista jurídico este “nuevo” y complejo problema de la eutanasia partiendo, en primer lugar, del marco normativo vigente aplicable. Concretamente, intento retener los puntos de reflexión y discusión más revelantes de la literatura penalista española sobre la disposición del Código Penal que regula específicamente en España la eutanasia, el artículo 143, apartado cuarto (análisis imprescindible porque el concepto de eutanasia procede del Derecho penal y su análisis constitucional remite constantemente a ese ámbito), y también levanto la vista por encima de las fronteras para examinar las regulaciones jurídicas extranjeras más significativas: los modelos de despenalización, Bélgica y Holanda (así como la breve experiencia del Territorio Norte de Australia) y, con una atención particular (dado que se conoce menos y, sin embargo, me parece más interesante que el holandés) el modelo de suicidio asistido por médico del Estado de Oregón, en los Estados Unidos. Las experiencias comparadas tienen gran valor porque permiten valorar de modo seguro los riesgos y también las ventajas de una posible despenalización, proporcionando una necesaria dosis de realismo al debate puramente teórico. De ellas extraigo, sobre todo, la idea, contraria a cierto pensamiento rutinario, de que Holanda no es el futuro inevitable o el modelo de progreso a seguir, sino más bien la excepción a la regla y también deduzco las garantías de procedimiento que una eventual despenalización de la eutanasia en nuestro ordenamiento debiera contemplar (entre ellas, que se trate de mayores de 18 años competentes y residentes en España, doble consulta médica, participación de un psiquiatra o psicólogo para valorar una eventual depresión o un síndrome de desmoralización, petición escrita, con testigos, tiempos de espera entre la petición y la administración del barbitúrico, deberes de documentación y control –ex post, pero también ex ante para la hipótesis de enfermedades no terminales pero que causen sufrimientos insoportables). 

Propongo una lectura del estatuto constitucional de la eutanasia a partir de cuatro posibles modelos de interpretación constitucional. Que pueden construirse, a partir de la Constitución, cuatro mo delos diferentes y válidos de interpretación estrictamente jurídica (aunque, obviamente, descansen sobre concepciones éticas e ideológicas subyacentes) de la eutanasia activa directa, que llamaré, respectivamente, de la eutanasia prohibida, de la eutanasia como derecho fundamental, de la eutanasia como libertad constitucional de configuración legislativa y de la eutanasia como excepción legítima, bajo ciertas condiciones, de la protección jurídica de la vida (ésta última es, por cierto, lo adelanto ya, mi opción favorita). Estos modelos son tipos ideales donde se pueden reconducir, en sus líneas generales al menos, las opiniones doctrinales sobre el estatuto constitucional de la eutanasia. 

Según el primero de ellos, el modelo tradicional de la eutanasia constitucionalmente prohibida, la protección jurídica de la vida del art. 15 CE habría que entenderla en sentido absoluto y, por tanto, en modo alguno se podría sostener que exista en el ordenamiento la facultad de disponer de la vida por su titular o por un tercero a petición de éste. El suicidio sería una conducta ilícita aunque, por obvias razones de política criminal, no se castigue (sí se hace, no obstante, respecto de diversas formas de participación de terceros en él y del homicidio a petición, lo cual es lógico y no podría no hacerse). La distinción de régimen jurídico entre eutanasia activa, de un lado, y pasiva e indirecta, de otro, sería capital, ya que la primera estaría constitucionalmente prohibida en todo caso, mientras que las otras dos formas (que, en puridad, no deberían denominarse “eutanasia”) serían válidas con carácter general (la versión más pura de este modelo no entendería, empero, conforme a Constitución algunas modalidades de eutanasia pasiva, aquellas que supongan una acción, como la desconexión del respirador; de modo que, por ejemplo, el caso de Inmaculada Echevarría lo identificaría –de modo incorrecto, a mi juicio- como eutanasia activa directa prohibida). La sanción penal de la eutanasia no sólo es totalmente acorde con la protección constitucional de la vida, sino que una eventual despenalización podría incurrir incluso en inconstitucionalidad (dado el mandato implícito de criminalización que incorpora el derecho a la vida del art. 15 CE). Algún autor ha llegado a comparar la eutanasia con el tiro de gracia que se da a un animal irreversiblemente herido. Los presupuestos de este modelo suelen presentarse en la abrumadora mayoría de estudios doctrinales como ideológicamente conservadores y superados por la realidad, pero lo cierto es que nuestro Tribunal Constitucional ha establecido rotundamente que la vida no es un bien del que pueda disponer su titular y que el suicidio no es un derecho fundamental, sino una simple libertad, y, además, nuestro Código Penalcastiga la eutanasia activa directa (de forma atenuada, es cierto, pero esto no se opone al modelo, que incluso podría considerar justificadas, por su menor desvalor de acción o por su menor responsabilidad, ciertas hipótesis concretas de eutanasia). Así que, en contra de lo que un tanto superficialmente pudiera pensarse, este modelo, que cuenta a su favor con la inercia de las interpretaciones tradicionales, goza, en la realidad del Derecho, de una mala salud de hierro que, sin embargo, le niegan los teóricos. Le puede ocurrir como a Mark Twain cuando, leyendo en la prensa que había muerto, envió una nota al periódico advirtiendo que las noticias sobre su muerte habían sido algo exageradas. 

El segundo modelo, el de la eutanasia como derecho fundamental, se apoya sobre presupuestos completamente distintos y de ahí que alcance consecuencias radicalmente diferentes que el modelo anterior. De acuerdo con este tipo ideal de interpretación, el derecho fundamental a la vida del art. 15 CE (sólo o en relación con otros derechos y principios constitucionales, como el de la dignidad humana o el libre desarrollo de la personalidad –art. 10.1 CE-, el derecho a la integridad y a no sufrir tratos inhumanos o degradantes –art. 15 CE-, el valor libertad del art. 1.1 CE o la libertad ideológica del art. 16 CE) incluye en su contenido el derecho a disponer de la propia vida por su titular. No existe un deber de vivir. De aquí que no sólo el suicidio, sino la eutanasia activa directa (donde la muerte la causa un tercero) serían manifestaciones de legítimo ejercicio de ese derecho fundamental. La incriminación penal de ambas conductas sería, por tanto, inconstitucional (no así la de las formas de participación en el suicidio ajeno, cuya razón de ser sería la de proteger la libre voluntad del cansado de vivir frente a posibles abusos de terceros). El art. 143.4 del Código Penal sería contrario (en todo o en parte) a la Constitución. La legalización de la eutanasia (consecuencia necesaria de su consideración como derecho subjetivo fundamental de su titular) podría, no obstante, someterse a determinados límites procedimentales para salvaguardar el libre consentimiento de quien se somete a ella. La distinción entre eutanasia activa directa y pasiva e indirecta sería inútil (ya que quien puede lo más también podría lo menos), a la vez que, en la práctica, casi imposible de trazar. 

El tercer modelo es el que podríamos llamar de la eutanasia como libertad constitucional legislativamente limitable y es, a mi juicio, una variante, técnicamente más rigurosa (sobre todo, teniendo en cuenta la testaruda realidad legislativa y jurisprudencial en contra), del modelo anterior (que, en algunos aspectos, más que describir la realidad normativa, es una simple invitación a su modificación). Es la posición de Carmen Tomás-Valiente[2]. Según esta autora, de la Constitución no se deduce un derecho fundamental a terminar con la propia vida de forma activa (no se desprende de ninguno de los derechos en ella enunciados, ni de una cláusula tan “amplia y difusa” como la dignidad). Pero la cláusula general de libertad del art. 1.1 CE ampara muchas conductas (como el suicidio, por ejemplo) que no han recibido expresa protección como derechos fundamentales y prohíbe al poder público imponer limitaciones no razonables, arbitrarias o desproporcionadas. Pues bien, una prohibición del suicidio sería inconstitucional porque castigaría una conducta que no supone un perjuicio para bienes jurídicos ajenos (esto sería un ejemplo de perfeccionismo estatal), pero una prohibición de la eutanasia como la que lleva a cabo el art. 143.4CP no sería una restricción arbitraria de la libertad del art. 1.1 CE porque perseguiría evitar riesgos de abuso y el interés estatal en controlarlos en un interés público de primer orden. En definitiva, el legislador penal puede, en atención a tales intereses públicos en presencia, limitar la libertad constitucional que permite justificar la eutanasia activa directa, pero también podría despenalizar tal conducta bajo ciertas condiciones. En este modelo sí habría diferencias de régimen jurídico relevantes entre la eutanasia activa (libertad constitucional legislativamente limitable) y la pasiva e indirecta (que formarían parte del derecho fundamental a la integridad del art. 15 CE). 

El cuarto y último modelo que se podría considerar es el de la eutanasia como excepción legítima, bajo ciertas condiciones, de la protección estatal de la vida. Es la interpretación que propongo, salvo opinión mejor fundada, como más plausible. Adelanto que en su resultado final no es muy distinta, creo, del modelo anterior (no habría excesivas diferencias en la práctica entre la eutanasia como libertad limitable y la eutanasia como excepción lícita de una prohibición general), pero se aparta de él en diversos planteamientos teóricos. No es difícil inferir que, de fondo, el modelo de eutanasia como libertad limitable parte de una concepción ideológica donde se ve con algún grado de simpatía el fenómeno –como libertad, la eutanasia es expandible-, mientras que el modelo de eutanasia como excepción lícita arranca de la sospecha hacia ella –como excepción, debe interpretarse restrictivamente. Coinciden, por el contrario, ambos modelos en la tesis de que de la Constitución no se deriva la facultad de disponer de la propia vida y en que hay que distinguir entre la eutanasia activa directa y la pasiva e indirecta (que estarían en la penumbra del derecho a la integridad corporal del art. 15 CE). Pero difieren en que suicidio y eutanasia activa directa puedan estar amparadas por el valor libertad del art. 1.1 CE. Según la lectura que propongo, no hay un derecho al suicidio, ni es una libertad constitucionalmente amparada, sino una libertad fáctica, simplemente no prohibida por el Derecho (aunque, por otro lado, limitada de diversas formas). Esto no significa que haya un deber de vivir, porque la persona cansada de vivir puede poner fin a su existencia cuando desee. Mucho menos podría valorarse la eutanasia activa directa como un derecho o una libertad constitucionalmente amparada (aunque pueda limitarse por ley), entre otras cosas, además de los riesgos de abuso, porque implica la participación ejecutiva de un tercero, que estaría jurídicamente obligado a poner fin a la vida de quien lo solicitara bajo ciertas condiciones (en este sentido, si se considerara un derecho la eutanasia, sería de contenido prestacional y obligaría a establecer institucionalmente un sistema de administración). De modo que la sanción penal de la eutanasia activa directa sería una solución plenamente constitucional (eso sí, quizás no lo fuera, por desproporcionada, si no se conectara a una pena más atenuada que el homicidio), pero el legislador penal, en atención a otros bienes, incluso de rango constitucional, también podría despenalizarla bajo ciertas condiciones. Este juego “regla/excepción” en relación con la protección constitucional de la vida es conocido; también opera respecto de la protección del feto, por ejemplo. Así pues, el legislador penal podría, con la Constitución en la mano, despenalizar la eutanasia bajo ciertas condiciones en cuanto a los sujetos, los supuestos de hecho habilitantes y los procedimientos, que asegurasen suficientemente la protección constitucional de la vida y el consentimiento del enfermo. Pero que jurídicamente pueda hacerlo, no significa, por supuesto, que sea conveniente socialmente hacerlo. 

El examen jurídico-constitucional de la eutanasia lleva a abordar de modo sucesivo diversas cuestiones, examen que permitirá hacer las elecciones interpretativas de uno u otro modelo. En primer lugar, las diferencias entre la eutanasia directa (la ayuda “a” morir) y la pasiva e indirecta (la ayuda “en” el morir): mientras que estas dos últimas forman parte del contenido del derecho fundamental de integridad corporal del artículo 15 de la Constitución, la eutanasia directa es una conducta prohibida por el ordenamiento. La eutanasia pasiva o limitación del esfuerzo terapéutico o derecho a rechazar el tratamiento médico de soporte vital y la eutanasia activa indirecta o tratamientos médicos de doble efecto (aliviar los dolores, acortar la vida), son más que conductas penalmente no punibles, como rutinariamente se las suele catalogar, sino que forman parte del derecho fundamental de autodeterminación corporal que el Tribunal Constitucional ha descubierto en el art. 15 de la Constitución. El paciente tiene un derecho (reconocido en el Convenio de Oviedo, que ha entrado en vigor en España en el 2.000, y en la Ley 41/2.002, básica, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones del paciente) a elegir el tratamiento médico (art. 2.3) y a rechazarlo (art. 2.4), incluso aunque ello conlleve acelerar su muerte. Tiene derecho a recibir ayuda frente al sufrimiento. Y estos derechos no son sólo de configuración legislativa, sino que tienen naturaleza constitucional de derecho fundamental. En el trabajo examino la Ley 41/2.002, que internaliza en gran medida lo dispuesto por el Convenio de Oviedo. El debate actual sobre eutanasia se ha relanzado a partir del nuevo concepto que incorporan estos textos normativos de autonomía del paciente (que sustituye al viejo modelo paternalista de relación médico-paciente, que, sin embargo, aún no ha sido superado en la realidad del todo). El Capítulo IV de la Ley regula el respeto de la autonomía del paciente, esto es, consentimiento informado y sus límites, el consentimiento por representación (dedico una atención especial a la Sentencia del Tribunal Constitucional 154/2.002, relativa a un asunto de rechazo por un menor de una transfusión sanguínea, que finalmente le condujo a la muerte), el consentimiento anticipado (la técnica de las instrucciones previas).

Por el contrario, la eutanasia no consiste en elegir entre distintos tratamientos (aunque alguno acelere la muerte para paliar el dolor) o en rechazar tratamientos de soporte vital (aunque ello permita a la enfermedad seguir su curso natural hacia el exitus), en ambos casos hay un derecho a dejarse morir, sino que se trata de una conducta que pone fin a la vida por la propia mano (suicidio asistido) o por la de un tercero (eutanasia activa directa). Los defensores del modelo de eutanasia como derecho fundamental impugnan, sin embargo, esta diferenciación. Incluso aducen que la eutanasia pasiva puede llegar a ser más cruel y tener menos control que la directa. Esta tesis ha sido acogida en las dos sentencias de tribunales federales norteamericanos que, en 1.996, estimaron que la eutanasia directa es una libertad constitucional y que prohibirla discriminaría a los enfermos sin soporte vital (que no podrían acelerar su muerte) frente a los que sí lo tendrían (el Tribunal Supremo federal revocó esta doctrina un año después, esto es, la idea de que la Constitución reconoce un derecho a la eutanasia, pero permitió a los Estados legalizar la eutanasia o el suicidio asistido –de nuevo, el federalismo como laboratorio de políticas sociales). Personalmente, estoy con los que creen que la diferencia entre eutanasia directa de un lado y pasiva e indirecta de otro no es de grado, sino de clase porque la intención es distinta (evitar una intervención médica desproporcionada, paliar el dolor, etc. en un caso, provocar la muerte en otro) y porque en el caso de la eutanasia pasiva e indirecta la causa de la muerte es la enfermedad subyacente y no el acto del paciente o de un tercero. Hay diferencias entre “matar” (aunque sea por piedad) o “suicidarse” y “dejar morir”. 

También me enfrento a la impugnación de las diferencias entre eutanasia directa e indirecta, de modo particular en relación con las sedaciones terminales. El denominado “caso Leganés” ha puesto el foco sobre este problema Se trata de un caso altamente politizado, pero parece deducirse que hubo mala praxis médica en no pocos supuestos (en relación con la indicación no correcta de sedaciones terminales y también con el cumplimiento del principio de consentimiento informado –la información, la petición de consentimiento del enfermo y la documentación posterior). La administración al por mayor de sedaciones terminales en un servicio de urgencias de un hospital a manos de un grupo de médicos concienciados y voluntariosos no me parece, sin embargo, una interpretación aceptable del derecho a una muerte digna, se entienda como se entienda este derecho. 

La administración de la sedación terminal, que es subsidiaria, que de ordinario no es la primera medida que se debe adoptar, sino la última, cuando el síntoma es refractario, esto es, no se puede controlar de otra manera que haciendo perder la consciencia del paciente, debe hacerse cumpliendo protocolariamente ciertas condiciones clínicas. Y, en todo caso, me parece que es posible mantener las diferencias entre ella y la eutanasia directa. Como sostiene el Informe del

Comité de Ética de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, de 26 de enero de 2.002, se diferencian por la intencionalidad (aliviar el sufrimiento en un caso, provocar la muerte para liberarle del sufrimiento en otro), por el proceso (adecuación proporcionada de los fármacos a cada supuesto concreto en un caso, dosis de fármacos letales en otro) y por el resultado (alivio de sufrimiento en un caso, muerte en otro). 

Partiendo, pues, de la capital distinción entre eutanasia directa y pasiva e indirecta, hay que enfocar derechamente la eutanasia directa. Para ello debe partirse, en primer lugar, del estatuto constitucional del suicidio, cuestión de la que depende, en gran medida, la valoración de la eutanasia y del suicidio asistido. Los defensores del modelo de eutanasia prohibida consideran que es una conducta ilícita aunque no se castigue; los partidarios del modelo de eutanasia como derecho fundamental opinan que se trata de un auténtico derecho o de una libertad constitucionalmente protegida, pero yo coincido con la construcción del Tribunal Constitucional del suicidio como simple libertad fáctica o espacio libre de regulación y no como un derecho fundamental. El suicidio no es un acto socialmente irrelevante (como afirmaba Hume, para quien “la vida de un hombre no tiene para el universo más importancia que la de una ostra”), ni es casi nunca el máximo acto de libertad de un ser humano, sino un problema social (coincido con Durkheim cuando afirmaba que con el suicidio “la sociedad queda herida”), de importancia creciente, sobre todo entre los jóvenes, donde alcanza ya magnitud de problema de salud pública, como pone de manifiesto la Organización Mundial de la Salud. El Estado tiene buenas razones para desanimar que las personas pongan fin a sus vidas, como regla general. 

El suicidio no es un derecho fundamental ni existe, en general, un derecho a disponer de la propia vida. El Tribunal de Estrasburgo se ha negado a reconocer un derecho de este tipo en la cara oscura del derecho a la protección de la vida del artículo 2 del Convenio de Roma en la Sentencia Pretty contra Reino Unido, de 2.002. El Tribunal Constitucional l o afirmó en las sentencias de la huelga de hambre de los reclusos de los GRAPO y lo ha vuelto a afirmar rotundamente en la Sentencia antes citada del adolescente testigo de Jehová que se negó a recibir una transfusión de sangre y murió por ello. Pero incluso aunque se admitiera el derecho a disponer de la propia vida (como si el derecho a la vida fuera un derecho de libertad renunciable), el problema se trasladaría a la justificación de la necesaria intervención de un tercero porque el dato de que alguien quiera morir no conduce sin más a que alguien pueda matar. 

De ordinario suele proponerse la cuestión de la eutanasia como una ponderación entre el derecho fundamental a la vida del artículo 15 de la Constitución y el derecho de autonomía que se hallaría en la cláusula de dignidad o de libre desarrollo de la personalidad del artículo 10, apartado primero de la Constitución. Habría una contradicción en esta hipótesis entre el bien “vida” y el bien “libertad”. Pero a mí no me convence este planteamiento. Primero porque el principio de autonomía personal (tal como lo defendieron, por ejemplo, filósofos de la talla de Dworkin, Nagel, Nozick, Rawls, etc. en su Informe de apoyo al suicidio asistido en los casos judiciales antes citados) no podría entenderse de modo absoluto (¿por qué limitarlo sólo a los enfermos terminales o con graves padecimientos y no a toda persona? –en ese caso, estaríamos de nuevo en presencia de la tesis del suicidio como derecho fundamental), no explica la necesaria intervención de un tercero en la eutanasia y no tiene en cuenta los riesgos de errores y abuso que pudieran presentarse, además de que, desde un punto de vista más técnico, no ofrece suficiente densidad normativa (¿en qué derecho fundamental concreto se ubicaría?) como para invalidar hipotéticamente una determinada legislación (si se tomara en serio esta tesis, habría que concluir, lógicamente, que la actual prohibición penal de la eutanasia sería inconstitucional). Segundo, porque tampoco la idea de dignidad es útil o clarificadora en este debate. De hecho, el argumento de la dignidad humana juega aquí (como en muchos otros casos) como opera la reina en el juego del ajedrez, que tiene la misma fuerza en todas las direcciones. En efecto, la dignidad es invocada tanto para defender la eutanasia (pues incluiría el derecho a elegir el momento, lugar y modo de la propia muerte) como para rechazarla por completo (ya que elimina al sujeto titular de esa dignidad). El concepto de dignidad es lábil, comporta riesgos (el mayor es de imponer una determinada ideología con un respetable disfraz jurídico) y es demasiado radical (su empleo en cualquier disputa jurídica conduce a cerrarla de inmediato a favor de una de las partes y en detrimento de las demás). Tercero porque tampoco la cláusula de libre desarrollo de la personalidad parece del todo concluyente en este ámbito ya que lo que está en juego es, precisamente, la destrucción de la personalidad. 

De fondo, mi tesis es que no existe una libertad constitucional de suicidarse ni un derecho a la eutanasia. De ahí que el modelo exegético de la eutanasia que propone Carmen Tomás-Valiente, por otro lado tan brillantemente articulado, de la eutanasia como ejercicio de la libertad constitucional general (art. 1.1 CE), pero que puede ser exceptuado en atención a otros bienes y valores constitucionales en presencia, el modelo que he denominado de la eutanasia como libertad constitucional limitable legislativamente, presenta el problema de un anclaje constitucional que podría catalogarse como “débil”. El lenguaje de la libertad en sentido general me parece demasiado leve para abordar la cuestión constitucional de la eutanasia, que en el contexto de los derechos fundamentales en presencia requiere, creo, palabras más fuertes o, si se prefiere, más concretas. Si la eutanasia es en principio, además, una libertad genérica, no veo de qué modo puede llegar a limitarse tanto que pueda llegar no sólo a no reconocerse, sino incluso a prohibirse, y por el Código Penal además. De la idea de eutanasia como libertad constitucional podría derivarse, por supuesto, la licitud de ciertas limitaciones (porque casi ningún derecho fundamental es absoluto y admite, por tanto, límites), pero es más dudoso que la coherencia de la tesis pueda soportar la idea de que sea lícito llegar hasta el extremo, como sucede en la actualidad, de que se prohíba penalmente. En otras palabras, no parece razonable sostener, al mismo tiempo, que la eutanasia sea una libertad constitucional y que, sin embargo, pueda ser prohibida legislativamente por completo, castigada por el Código Penal nada menos. Si se concibe la eutanasia directa como parte del contenido de la libertad genérica o de algún derecho fundamental de la Constitución, me parece que en todo caso habría que concluir lógicamente que su prohibición penal sería inconstitucional. 

Por eso creo que, en puridad, con la eutanasia no se trata tanto de una tensión entre la vida y la libertad, cuanto de una relación de regla (prohibición de matar a nadie) a excepción (salvo que esté justificado en el caso concreto). Por eso creo también que no es necesario tener que refutar las justificaciones paternalistas de la prohibición de la eutanasia (con tal prohibición no se protege al sujeto de sí mismo, sino a la sociedad entera de homicidios y suicidios, aunque sea por motivos de piedad). La prohibición de la eutanasia directa tampoco pretende proteger al enfermo de su propia decisión, cuanto evitar que se lesione la prohibición constitucional de matar a otra persona ínsita en la protección jurídica de la vida del art. 15. En el libro lo explico con más detalle. La eutanasia es, por ello, siempre, una excepción de la regla constitucional que, con su correlato en el Código Penal, impide poner fin a la vida de nadie. La experiencia comparada (Oregón, Holanda, Bélgica) demuestra que esta aproximación conceptual (de la eutanasia como excepción) es la correcta (recuérdese que la eutanasia sigue siendo delito en Holanda salvo para enfermos terminales o con graves padecimientos). 

En consecuencia, desde mi punto de vista, desde el modelo de la eutanasia como excepción de una prohibición, el legislador puede, válidamente desde el punto de vista constitucional, prohibir la eutanasia y el suicidio asistido por médico, pero también puede despenalizar cualquiera de las dos conductas bajo ciertas condiciones de procedimiento en atención al menor desvalor de acción (dada la petición del enfermo) y a la menor culpabilidad (dada la situación de enfermedad terminal y/o de grave padecimiento difícil de soportar). 

En el texto expongo las razones que me llevan a preferir que se considere justificada en cada caso concreto la eutanasia activa más que a establecer un sistema de descriminalización general (aunque, insisto, ambas posibilidades son conforme a Constitución). En primer lugar, por los riesgos de error y de abuso, que son muchos e importantes, sobre todo, el peligro de la pendiente resbaladiza. La experiencia holandesa demuestra que estos riesgos no son una entelequia. De nuevo, permítaseme la remisión al libro. En segundo lugar, por la situación del problema en nuestro país. En España, la eutanasia directa es delito. Pero si se presta una mirada más atenta a la realidad, nos encontramos con una de las legislaciones más avanzadas del mundo en el reconocimiento del derecho de autonomía del paciente, que incluye el derecho a elegir y/o rechazar tratamientos médicos, incluso de soporte vital, incluso de doble efecto (paliar dolores/acelerar el proceso de la muerte); el tipo penal de la eutanasia directa no se ha aplicado ni parece que haya voluntad de política criminal de hacerlo (la respuesta penal española a la eutanasia es semejante a la del aborto: prohibición penal atenuada y nula voluntad de política criminal por perseguir el delito: no se resuelve el problema, se disuelve –que es otra forma de resolución); si alguna vez llegara a aplicarse el art. 143.4 del Código Penal, el Juez podría llegar a exonerar al culpable, total o parcialmente; y, si finalmente, no lo hiciera, el tipo penal de la eutanasia en España es tan atenuado respecto del homicidio y de las formas de colaboración en el suicidio ajeno, que permitiría en todo caso al Juez imponer una pena que no fuera de real ingreso en prisión (y si lo fuera, lo sería por poco tiempo; además, está la más que seria posibilidad del indulto para estos casos). En ocasiones se cita la alta cifra negra de eutanasias en España, pero lo cierto es que no se dispone de dato fiable alguno. En nuestro país parece que no hay modelo público de respuesta al problema de la eutanasia, pero sí lo hay. Este modelo, críptico, plantea, naturalmente, problemas, derivados, sobre todo, de que remite la cuestión de las decisiones sobre el final de la vida a la penumbra del acto médico individual. En España, la práctica médica opera en este punto, como en otros, “a la sombra del derecho”. Esto genera inseguridad y desigualdad. Pero el rendimiento global del sistema parece razonable. Además, el consenso médico mayoritario en España, como demuestran diversas declaraciones de sociedades médicas (de cuidados paliativos, de geriatría, de medicina intensiva) está radicalmente en contra de la despenalización de la eutanasia y éste es un dato muy relevante a tener en cuenta. 

Evidentemente, una medida que desalienta la necesidad de despenalizar la eutanasia es el desarrollo de los cuidados paliativos (que, por cierto, se encuentran aún en estado embrionario en España), pero no estimo correcto desde el punto de vista teórico contraponer ambas cosas como si la mejora de la medicina paliativa suprimiera por sí sola el problema (y más si se tiene en cuenta que no todo dolor es todavía controlable). Incluso con la universalización de los cuidados paliativos el problema de la eutanasia subsiste y hay que afrontarlo. 

Si el legislador, se decidiera a conceder espacio a la ayuda a morir, preferiría, desde luego, que optara por el modelo de suicidio asistido por médico que por el de eutanasia en la medida en que garantizaría mejor el libre consentimiento del enfermo y conjuraría en gran medida los peligros derivados de la “rotura de diques”. Una regulación que mirara más a Portland que a Ámsterdam me parecería menos peligrosa. 

En el momento de las conclusiones no puedo presentar un repertorio de ideas sólidamente establecidas e incontestables. A lo largo del trabajo, en efecto, he ido exponiendo diversos problemas interpretativos, sobre los cuales se han expresado distintas elecciones, pero, en relación con el estatuto constitucional de la eutanasia y del suicidio asistido por médico, se producen sutiles transiciones valorativas, lo que hace prácticamente imposible llegar a una solución doctrinal de consenso. En el momento final del trabajo, sólo puedo exhibir dudas que no siempre son “dudas más allá de lo razonable”. 

He optado por el modelo de interpretación constitucional de la eutanasia como posible excepción legítima, bajo ciertas condiciones, de la exigencia de protección jurídica de la vida (ya que me parece que algunas líneas de protección de la vida, sobre todo de los más vulnerables, aunque tenues, no deben ser borradas), pero creo que la aportación más permanente de este análisis será el intento de categorización de las relaciones entre Constitución y “buena muerte” en los cuatro modelos de interpretación aludidos: eutanasia como derecho fundamental, como libertad limitable legislativamente, como excepción legislativa, como conducta constitucionalmente prohibida. Hasta donde se me alcanza, los cuatro modelos caben bajo nuestra Constitución, aunque algunos de ellos sean radicalmente incompatibles entre sí. La elección ideológica del intérprete (incluido, en su caso, un Tribunal Constitucional llamado a examinar la constitucionalidad de una despenalización futura de la eutanasia directa) es la que finalmente determinará el sentido de su lectura. Dado que es inevitable en esta discusión la precomprensión ideológica (la mía es desospecha hacia la eutanasia, aunque no sé si es porque yo sospecho y se lo imputo a la Constitución o es ésta la que sospecha y me ha convencido a mí), es más sincero tenerlo en cuenta que atribuírselo a las otras tesis y negárselo a la propia. Los valores y principios de una Constitución pluralista como la nuestra soportan cualquiera de las cuatro interpretaciones jurídicas. No me parece intelectualmente honesto que los partidarios de cada modelo reivindiquen para sí el monopolio de la interpretación jurídica legítima. A lo sumo, unos y otros pueden mostrar las posibles incongruencias lógicas de las argumentaciones ajenas, pero poco más (aunque no es poco). Cualquier solución que se adopte es una solución provisional, parcial y necesariamente discutible sobre un problema social y humano de enorme profundidad que no admite respuestas toscas y simplificadoras desde el Derecho. 



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[1] Eutanasia y Derechos Fundamentales, Tribunal Constitucional y Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007. 

[2] La disponibilidad de la propia vida en el Derecho Penal, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1.999. 


 

 

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