Reflexiones sobre el efecto reflejo de la prueba ilícita


Porrayanesantos- Postado em 03 maio 2013

 

De: Antonio Pablo Rives Seva
Fecha: Diciembre 2010
Origen: Noticias Jurídicas

El tema de la prueba ilícita es en la actualidad uno de los más debatidos del proceso penal. Determinar en qué consiste la ilicitud probatoria, sus causas y efectos, son cuestiones esenciales, resueltas muchas veces por los Tribunales de forma insatisfactoria y lo que es peor, contradictoria.

Aunque, en general, prueba ilícita es aquella que contraviene el ordenamiento jurídico, el concepto de ilicitud que aquí manejamos lo restringimos al caso en que hay vulneración de derechos fundamentales, por lo que haciendo una precisión terminológica podemos distinguir entre prueba irregular, prueba ilícita y prueba prohibida. Prueba irregular es la generada contraviniendo las normas de rango ordinario que regulan su obtención y práctica; prueba ilícita la que en su origen o desarrollo se ha vulnerado un derecho o libertad fundamental; y prueba prohibida sería la consecuencia de la prueba ilícita, esto es, aquella que no puede ser traída al proceso puesto que deriva de otra producida con vulneración de derechos fundamentales.

El objeto de esta ponencia es analizar las distintas soluciones adoptadas por la jurisprudencia, pero el poco tiempo de que dispongo me obliga a dar por reproducido el capítulo de mi libro (2) dedicado a esta cuestión, por lo que me voy a limitar a hacer un esbozo de sus líneas generales, resaltando que las conclusiones alcanzadas por los tribunales no son nuevas, pudiendo vislumbrarse en los antecedentes que voy a exponer.

Como excepción a la regla imperante en la época, en 1903 se publicó la obra precursora de Beling: “las prohibiciones probatorias como límite de la investigación de la verdad en Derecho Penal”, que inspirada en el ideal garantista de los derechos del acusado, concluía que el medio de prueba prohibido no puede ser utilizado en absoluto; así, el objeto de inspección ocular prohibida no puede contemplarse, el documento prohibido no puede leerse y el testigo o perito prohibidos no pueden ser oídos.

Pero en el Derecho Penal en esos tiempos prevalecía el principio de búsqueda de la verdad material, formulado en el aforismo “male captum, bene retentum”, en virtud del cual, la prueba ilegítimamente obtenida puede servir para formar la convicción judicial, si es regularmente incorporada al proceso. En 1861, al resolver el caso LEATHAM, el juez inglés Crompton, desestimó la queja del recurrente de haber sido utilizada en su contra una carta, cuyo contenido era reservado para los funcionarios que la aportaron al proceso violando el secreto profesional. La respuesta fue tajante: “No importa cómo se ha conseguido la carta, aunque hubiera sido robada habría sido admisible como prueba”.

Ésta era también la solución que imperaba en Norteamérica, como en todos los países del common law. La evolución de la jurisprudencia española tiene gran paralelismo con la que experimentó la doctrina norteamericana a lo largo del siglo XX, por lo que su estudio, aunque sea a grandes rasgos, se hace imprescindible para comprender el verdadero significado de los conceptos formulados como novedosos por los Tribunales españoles, pero que en realidad son importación tardía de los acuñados en EE UU. Pues bien, en su evolución pueden distinguirse dos períodos bien delimitados:

El inicial de expansión de la doctrina de la regla de exclusión, que prohíbe la utilización de la prueba obtenida de forma ilícita, y llega en el año 1961 a constituir una prohibición absoluta. En este período la pugna se dio entre los jueces partidarios de la exclusión y los de la doctrina tradicional, cuyo principal valedor es el Juez Benjamín NATHAM CARDOZO, conforme a la cual cuando se acredita la existencia y autoría de un delito mediante una prueba ilegítimamente obtenida, deben castigarse los dos ilícitos: tanto el crimen descubierto como la ilegal obtención de la prueba que condujo a su descubrimiento. Así, en 1926, al resolver el caso DEFOE, se escandalizaba ante la posibilidad de que la integridad, a ultranza, de la inviolabilidad del domicilio, pudiera conducir a la absolución de quien se sabe culpable.

Esta fue también la tesis que siguió la sentencia del caso OLMSTEAD en 1928, que consideró que la interceptación telefónica hecha sin aprobación judicial, que constituyó la principal prueba de cargo en un caso de tráfico de alcohol, no vulneraba la IV Enmienda sobre el secreto de las comunicaciones, pronunciando sentencia de condena.

La importancia de la sentencia está en los dos votos particulares emitidos por los jueces Louis BRANDEIS y Oliver WENDELL HOLMES, que escriben: “Es en verdad deseable que los delincuentes resulten descubiertos y que cualquier prueba existente sea utilizada para este fin, pero también es deseable que el Gobierno no se ponga al mismo nivel que aquellos y paguen por otros delitos, ni que sean delictivos los medios empleados para obtener la prueba de los perseguidos inicialmente. Es necesario elegir y, por lo que a mí concierne, prefiero que algunos delincuentes escapen a la acción de la Justicia antes que el Gobierno desempeñe un papel indigno”.

Esta perspectiva del mal menor terminó imponiéndose en la jurisprudencia norteamericana, en concurrencia con el avance del liberalismo económico y político, alcanzando su apogeo en 1961 a raíz de la sentencia dictada en el caso MAPP vs. Ohio. En el domicilio de Miss Mapp se había encontrado material obsceno cuya simple tenencia estaba penalizada por la legislación del Estado de Ohio; pero la ocupación no estaba respaldada por mandamiento judicial de entrada y registro, por lo que la obtención de la prueba fue ilegal. El Tribunal acaba absolviendo, consolidando el criterio de la inadmisibilidad de las pruebas obtenidas con violación de la IV Enmienda.

La prohibición de valorar pruebas ilegales alcanza también a las pruebas que se deriven de aquéllas, acogiendo la doctrina de los frutos del árbol envenenado, acuñada en 1939 por el Juez FRANKFURTER al resolver el caso NARDONE. En éste se trataba de discernir si la prueba, regularmente propuesta por la acusación, se fundaba en las informaciones procedentes de una intervención telefónica ilegal. El Juez razonó que “prohibir el uso directo de los métodos ilegales, pero no poner freno al indirecto, constituiría una incitación a estas mismas artimañas, tenidas por incompatibles con los standards éticos, y destructoras de la libertad personal”.

Como vemos, el argumento en que se sustenta la inadmisibilidad de la prueba obtenida ilegítimamente, es el propósito de disuadir a la policía de acudir a métodos investigadores prohibidos, so pena de ver abocados sus esfuerzos al fracaso, y al margen de las responsabilidades: penal, civil o disciplinaria, en que pueda incurrir. Este es el efecto disuasorio. Ya en 1964, el Tribunal Supremo Federal, en el caso ELKINS, reconoció que “la prohibición de aprovechar el resultado de una prueba ilegítima constituye el único modo efectivo de controlar a la policía”; y en 1974, en el caso CALABRA declaró que “la regla excluyente no es un derecho constitucional del acusado, sino un remedio judicial creado para salvaguardar los derechos de la IV Enmienda, a través de su efecto preventivo de posibles futuras irregularidades policiales”.

Y los jueces BRANDEIS y HOLMES, disidentes en el caso OLMSTEAD, fundamentaron su discrepancia en “un imperativo de integridad de la jurisdicción”, argumentando que “un Juez digno de tal nombre no puede, en el momento de condenar al autor de un delito, basarse, por una parte, en la ley para condenarlo y, por otra, en la prueba de cargo obtenida en contra de la ley”.

Por tanto si el fundamento de la prohibición de valoración de la prueba ilícita es el control de la actuación de los agentes policiales, es lógico que la jurisprudencia norteamericana encontrara ahí sus propios límites, abriéndose así una etapa, que podemos situar a partir de 1961, de progresivo reconocimiento de excepciones o elementos correctores que flexibilizan la rigidez de la regla de exclusión, reduciendo su alcance.

Así, la regla no se aplica a la prueba ilícita obtenida por particulares, según la sentencia del caso JACOBSEN de 1984; siendo el supuesto típico el de piezas de convicción obtenidas mediante registros privados, supuesto del caso BLANTON en 1973. También se considera admisible la prueba obtenida de forma ilícita por oficiales de policía extranjeros, como ocurrió en el caso BRUALY en 1967, en que fue la policía mexicana la que puso la prueba ilegal a disposición de la policía americana.

Tampoco pesa la prohibición de aprovechamiento sobre aquellos datos que habrían sido inevitablemente conocidos en el curso de la investigación por otras vías. Esta es la doctrina del hallazgo inevitable, consagrada por la sentencia NIX vs. WILLIANS en 1984, cuya aplicación práctica puede obligar a hacer complicados ejercicios mentales de reconstrucción de cursos causales hipotéticos.

A partir de 1984 se introduce en la jurisprudencia otro correctivo: la excepción de buena fe, que admite la validez procesal de la prueba ilegal obtenida por los agentes de policía, siempre que su actuación haya sido razonable y en la creencia de obrar de forma legal; doctrina que si se aplica en todas sus posibilidades puede dejar sin sentido la regla de exclusión de la prueba ilícita. Así, en la sentencia del caso MICHIGAN vs. DE FILIPPO se admitió la prueba resultante de un registro domiciliario porque los funcionarios policiales actuaron en la confianza de estar legitimados por una ley que finalmente fue declarada inconstitucional; y en otras ocasiones, pruebas conseguidas en registros irregulares fueron admitidas porque los funcionarios policiales habían obrado de buena fe, en la creencia de estar suficientemente respaldados por un mandamiento judicial, como en el caso MASSACHUSETS vs. SHEPPARD en 1984.

Otra excepción importante, ahora referida al efecto reflejo de la prueba ilícita; esto es, a la doctrina de los frutos del árbol envenenado, es la del nexo causal atenuado, que aparece como una de las probables fuentes de inspiración de la teoría de la conexión de antijuricidad de nuestro Tribunal Constitucional. Tal excepción se predica, a partir de la sentencia recaída en el caso Wong Sun en 1963, de la confesión voluntaria, que la independiza jurídicamente de la prueba obtenida con lesión de un derecho fundamental. El caso es el siguiente: la policía de narcóticos registró ilícitamente la lavandería de Toy, en cuyo registro Toy indicó que Yee estaba vendiendo narcóticos. Los agentes registraron a continuación el domicilio de Yee y encontraron la droga. Yee hizo un trato para denunciador a su proveedor Wong Sun, que resultó ser un importante empresario, al que se le recibió declaración, negando los hechos. Tras abandonar la Comisaría Wong Sun regresó voluntariamente para hacer un trato con la policía, confesando la infracción. En el juicio la declaración de Toy y el descubrimiento de las drogas fueron excluidos como frutos del árbol envenenado, porque el registro fue hecho sin mandamiento judicial. El Abogado de Wong Sun argumentó que su confesión también debería ser excluida por tal razón, pero el Tribunal afirmó que en este caso la regla de exclusión tenía una excepción, porque Wong Sun había regresado voluntariamente a la Comisaría de Policía para hacer su confesión, un acto que atenuaba o rompía la cadena de evidencia, por lo que tal confesión era admisible como prueba.

En definitiva, justificando todas estas excepciones, la sentencia que decidió el caso STONE vs. POWELL de 1976, advirtió “que no es posible cerrar los ojos a las exigencias de la realidad y a los costos sociales de la regla de la exclusión obligada”; enfatizando en “las chocantes desviaciones del ideal de Justicia que se han experimentado cuando se excluye una prueba porque la policía mete la pata”.

En esta sentencia el juez WHITE introdujo en voto disidente, otros nuevos factores a tener en cuenta a la hora de decidir si procede o no la exclusión de la prueba ilícita: la intensidad de la infracción apreciada en la obtención de la fuente de prueba; la intensidad de la intromisión en la esfera de la intimidad; y la conciencia de la violación. La doctrina de esta sentencia emplea la metodología de la que se ha llamado balancing approach o equilibrio de intereses en juego, que en definitiva, confía en el arbitrio judicial la capacidad de sopesar en cada caso los supuestos en los que se debe aplicar la regla de la exclusión, y que con la anterior del nexo causal atenuado nos llevan a la doctrina de la conexión de antijuridicidad acuñada por el Tribunal Constitucional español.

En suma, la progresiva evolución de la jurisprudencia americana, encontrando excepciones a la regla de exclusión de la prueba ilícita, es indicativa del temor a sus consecuencias, porque con ella se paga un precio demasiado caro cuando notorios culpables no han podido ser castigados. Así se expresaba la sentencia del caso BIVENS de 1971.

Por lo que a España se refiere, ya hemos dicho que nuestra jurisprudencia experimentó una evolución similar, aunque ciertamente en época mucho más tardía. Su posición en el siglo pasado estuvo marcada por un precedente sentado en 1952 por el Tribunal de Basel-Land en Alemania. El Tribunal estimó una demanda de divorcio, basada en el adulterio del cónyuge demandado. Como prueba se presentaron unas comprometedoras cartas dirigidas a la esposa supuestamente infiel, que el marido había conseguido registrando la correspondencia personal de su consorte. El Tribunal salió al paso de la protesta de la demandada, afirmando: “es inevitable, en el juicio de divorcio, que la mayor parte de los hechos y medios de prueba provengan de la esfera privada de las partes. El Juez no tiene por qué averiguar la forma en que una de ellas ha conseguido el conocimiento de un hecho, un documento o cualquiera otra prueba, pues, aun cuando los manejos ilícitos sean notorios, el interés general en el descubrimiento de la verdad es más digno de protección que el interés de la parte lesionada en la defensa de los derechos de su esfera privada; ya que la injusticia que se cometería en el caso que se hubiesen rechazado importantes hechos que ahora se conocen y están probados, sería mayor que la injusticia que se cometería al lesionar totalmente los secretos privados de una de las partes”.

Esta sentencia fue conocida en España, merced a un trabajo de Schönke publicado en 1955 en la Revista de Derecho Procesal con el título “Límites de la prueba en el Derecho Procesal”; y significó entonces el triunfo de la tesis de James Goldschmidt, partidario de la doble valoración jurídica de la obtención ilegítima de material probatorio, que conduce a su admisibilidad procesal, sin perjuicio de depurar las responsabilidades derivadas de la ilicitud del acto adquisitivo de la fuente de prueba.

Tal doctrina se mantuvo hasta la sentencia del Tribunal Constitucional 114/84, de 29 de noviembre, que sin apoyatura en precepto legal concreto, sino en referencia a los derechos fundamentales que la Constitución había proclamado en 1978, consideró que "la admisión en el proceso de una prueba ilícitamente obtenida implicará infracción de su artículo 24.2, porque una prueba así conseguida no es una prueba pertinente".

Esta sentencia distingue entre infracción de normas infraconstitucionales y vulneración de derechos fundamentales, anudando la sanción de nulidad sólo a este último caso; solución que se deriva "de la posición preferente de los derechos fundamentales en el ordenamiento jurídico y de su condición de inviolables.

Esta posición de radical rechazo a los medios de prueba obtenidos con violación de derechos fundamentales obtuvo su consagración legal en la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, cuyo artículo 11.1 determina que "no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violando los derechos o libertades fundamentales".

Por el contrario, cuando la infracción no afecta a tales derechos, la doctrina constitucional considera que no toda irregularidad en la forma de practicar una diligencia de investigación o de prueba conduce necesariamente a negarle valor probatorio, pues el efecto expansivo del artículo 11.1 no se extiende a las infracciones procesales de la legalidad ordinaria, ni aún por la vía de calificarlas de infracciones indirectas del derecho a un proceso con las debidas garantías del artículo 24.2 de la Constitución, pues este precepto no alcanza a constitucionalizar toda la normativa procesal.

Resulta significativo que en los trabajos parlamentarios de la LOPJ, el Senado modificó el texto inicialmente aprobado en el Congreso de los Diputados, en el que la ineficacia se extendía a la prueba obtenida «de modo contrario a la ética o al Derecho».

Los efectos que se derivan son importantes, pues la infracción de la legalidad ordinaria implica que el hecho que la diligencia irregular trata de acreditar puede ser probado por otros medios. El ejemplo típico es la entrada y registro domiciliario sin la asistencia del Secretario Judicial, en que se ha formado un cuerpo de doctrina expresivo que su nulidad no es óbice para que la acreditación de la ocupación de la droga o del arma, pueda hacerse por otras vías, como son los testigos neutrales asistentes al acto, o la confesión del acusado; a diferencia de lo que sucede cuando no existe mandamiento judicial (supuesto en que se entiende vulnerado el derecho a la intimidad domiciliaria), en que la nulidad ya no puede ser sanada, pues en los casos de vulneración de derechos fundamentales, ni la prueba ilícita ni las otras posteriores que en la misma se apoyen pueden ser tenidas en cuenta para probar el hecho que acreditaría la diligencia.

Este es el efecto reflejo al que se refiere el artículo 11.1 de la Ley Orgánica, pues la prueba ilícita contamina las posteriores que de ella deriven directa o indirectamente, produciéndose así el "efecto dominó".

Al igual que en la jurisprudencia norteamericana, también en la nuestra el fundamento de la prohibición de la prueba ilícita es ejercer en la policía un efecto disuasorio de conductas anticonstitucionales. Y también nuestra jurisprudencia, a partir de 1992 con el famoso Auto del caso Naseiro, se remite a aquélla en la determinación de su efecto reflejo, adoptando la doctrina, de los frutos del árbol envenenado: “La prohibición –se lee en una sentencia del Tribunal Supremo de febrero de 1999- alcanza tanto a la prueba en cuya obtención se haya vulnerado un derecho fundamental como a aquellas otras que, habiéndose obtenido lícitamente, se basan, apoyan o derivan de la anterior, pues sólo de este modo se asegura que la prueba ilícita inicial no surta efecto alguno en el proceso. Prohibir el uso directo de estos medios probatorios y tolerar su aprovechamiento indirecto constituiría una proclamación vacía de contenido efectivo, e incluso una incitación a la utilización de procedimientos inconstitucionales que, indirectamente, surtirían efecto".

En el repertorio jurisprudencial encontramos multitud de ejemplos referidos a intervenciones telefónicas nulas por falta de motivación o de otros presupuestos, en los que el Tribunal Constitucional declara que "una vez establecido que la intervención del teléfono vulneró el derecho al secreto de las comunicaciones del artículo 18.3 de la Constitución, se ha de concluir que todo elemento probatorio que pretenda deducirse del contenido de las conversaciones intervenidas no debe ser objeto de valoración probatoria”; anulando la sentencia de condena.

En este sentido la sentencia 86/95 encuentra relación de causalidad entre la ocupación de la droga y el resultado de la intervención telefónica ilícita, porque "ésta fue el medio que permitió a la Guardia Civil conocer que uno de los sospechosos se desplazaría para hacerse cargo del alijo de droga que fue hallado en su poder al ser interceptado por los agentes encargados de vigilarle"; por lo que "la prohibición probatoria se extiende no sólo al resultado de la observación telefónica, sino también a la ocupación de la droga”; y la sentencia 54/96extiende la nulidad a las declaraciones de los policías que presenciaron la entrevista mantenida por el intermediario de la familia del secuestrado, al que previamente habían seguido, y el interlocutor de la banda terrorista, dado que las escuchas telefónicas fueron el medio por el que la policía se enteró que se iba a celebrar tal entrevista.

Iguales ejemplos pueden encontrarse en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, cuya exposición resultaría aquí inabordable, por lo que doy por reproducido el capítulo correspondiente de mi libro.

Pues bien, al igual que ocurrió en Norteamérica, también en la jurisprudencia española, con la finalidad de corregir clamorosos excesos que se habían producido, se abrió una interpretación correctora, admitiendo importantes excepciones a la regla de exclusión de los efectos de la prueba ilícita.

En primer lugar exigiendo una conexión natural entre la prueba ilícita y la derivada, pues la nulidad constitucional de una prueba no impide la acreditación del hecho mediante otros medios de origen independientes al de la fuente contaminada; siendo obligado atenerse a las circunstancias concretas de cada caso para concretar el alcance de la declaración de nulidad, valorando si existen o no pruebas autónomas e independientes no contaminadas por la diligencia viciada.

En definitiva, “la prueba ilegítimamente obtenida puede no viciar las restantes si es posible la desconexión causal de unas y otras pruebas"; y la jurisprudencia entiende que esa desconexión se da siempre en los casos conocidos en la doctrina norteamericana como “el hallazgo inevitable”.

En la jurisprudencia constitucional encontramos manifestaciones del descubrimiento inevitable. Por ejemplo la sentencia 81/98 estimó que en virtud de la intervención telefónica ilícita sólo se obtuvo un dato neutro, como es que el acusado iba a efectuar una visita; “a partir de ese hecho, dadas las circunstancias del caso y, especialmente, la observación y seguimiento de que era objeto, las sospechas que recaían sobre él y la irrelevancia de los datos obtenidos a través de la intervención telefónica, el conocimiento derivado de la injerencia en el derecho fundamental no fue indispensable ni determinante por sí solo de la ocupación de la droga o, lo que es lo mismo, que esa ocupación se hubiera obtenido, también, razonablemente, sin la vulneración del derecho", por lo que desestima el recurso.

La misma solución acogió la sentencia238/99, que también deniega el amparo, pues la ilegal intervención telefónica no fue la causa única de la detención del acusado en el taxi que ocupaba, y donde fue aprehendida la cocaína; pudo haber sido aquella prueba una línea de investigación ilegítima, pero ni influyó en el hecho del transporte, ni en el trayecto del vehículo, ni en la detención del acusado. Al igual que en la sentencia 26/2006, en cuyo supuesto "la detención de los recurrentes trae causa de las tareas de vigilancia a que estaban sometidos desde días antes, siendo dicho dispositivo el que provoca la detención de diversas personas y la incautación de una importante cantidad de droga, por lo que no existe conexión alguna entre las intervenciones que carecen de cobertura judicial y las principales pruebas de cargo".

También en la jurisprudencia del Tribunal Supremo encontramos multitud de ejemplos del hallazgo inevitable, cuya exposición en este momento resultaría tediosa, por lo que nuevamente me remito a mi libro.

En definitiva, el Tribunal Supremo ha advertido de los abusos a que puede conducir la doctrina del árbol podrido que todo lo contamina, "pues de aceptarse al pie de la letra ese principio nos encontraríamos constantemente con situaciones de verdadera impunidad, que chocarían con la lógica de la realidad y con el respeto que ha de tenerse a conseguir una verdadera Justicia material. Por ello, y dentro del más exquisito respeto a las garantías constitucionales, siempre se debe distinguir entre pruebas que conculcan esas garantías y pruebas que se obtienen dentro de ellas, sin que lo espurio o ilegal de aquéllas tenga que contaminar necesariamente a éstas".

Así, en una importante sentencia de 8 de octubre de 1996, pese a declarar nulo, por ilegal, el registro domiciliario, estima que esa nulidad no se extiende a la declaración de la coimputada, que reconoció que la droga aprehendida, su clase y cantidad era la que poseía en el momento de llevarse a cabo la diligencia; prueba que entiende "desgajada e independiente de la ilegalmente obtenida, con una relación lógica en sus efectos inculpatorios, pero con la diferencia esencial de su procedencia y de las garantías que la acogen, pues las declaraciones de la coimputada fueron obtenidas dentro del marco de la estricta legalidad y se produjeron tanto en fase de instrucción como en trámite de juicio oral".

Esta sentencia marcó el precedente de la doctrina de la conexión de antijuridicidad, que constituye el principal correctivo del efecto expansivo de la prueba ilícita, y fue formulada por primera vez por el Tribunal Constitucional en su sentencia 81/98, de 2 de abril.

Para el Fiscal, que solicitó el amparo, las pruebas en que se basó la condena -que fueron la testifical de los Guardias Civiles que detuvieron al acusado y la aprehensión de la droga-, derivaban causalmente de la intervención telefónica, a través de la cual pudo saberse cuando y donde iba a producirse la entrega. Sin embargo el Tribunal Constitucional considera que “esas pruebas no resultan por sí mismas contrarias al derecho al secreto de las comunicaciones telefónicas ni, por tanto, al derecho a un proceso con todas las garantías”.

Y dice: El problema surge cuando, tomando en consideración el suceso tal y como ha transcurrido de manera efectiva, la prueba enjuiciada se halla unida a la vulneración del derecho, porque se ha obtenido a partir del conocimiento derivado de ella.

En tales casos la regla general es la prohibición de valoración, si bien en supuestos excepcionales se admite su independencia. “Para que la prohibición de valoración se extienda a las pruebas reflejas habrá de precisarse que se hallan vinculadas a las que vulneraron el derecho fundamental sustantivo de modo directo, esto es, habrá que establecer un nexo entre unas y otras que permita afirmar que la ilegitimidad constitucional de las primeras se extiende también a las segundas, esto es, la conexión de antijuridicidad.

Para ello se ha de analizar, en primer término la índole y características de la vulneración del derecho al secreto de las comunicaciones materializada en la prueba originaria, así como su resultado, con el fin de determinar si, desde un punto de vista interno, su inconstitucionalidad se transmite o no a la prueba obtenida por derivación de aquélla; pero, también se ha de considerar, desde una perspectiva que pudiéramos denominar externa, las necesidades esenciales de tutela que la realidad y efectividad del derecho al secreto de las comunicaciones exige. Estas dos perspectivas son complementarias, pues si la prueba refleja resulta jurídicamente ajena a la vulneración del derecho, y la prohibición de valorarla no viene exigida por las necesidades esenciales de tutela del mismo, su efectiva apreciación es constitucionalmente legítima".

Así, la sentencia pasa a analizar las vulneraciones que se denunciaban en el recurso; y señala, con respecto a la falta de expresión del presupuesto habilitante de la intervención (que era uno de los motivos), que no puede afirmarse que dicho presupuesto no concurriese íntegramente en la realidad y, por tanto, la intervención telefónica podría haberse efectuado lícitamente. Entra a valorar también la ausencia de mala fe en la actuación de los policías. En el caso se excluye tanto la intencionalidad como la negligencia grave y nos sitúa en el ámbito del error, frente al que las necesidades de disuasión no pueden reputarse indispensables desde la perspectiva de la tutela del derecho fundamental al secreto de las comunicaciones. Y tampoco la entidad objetiva de la vulneración cometida, dado que en definitiva había una resolución judicial, hacen pensar que la exclusión del conocimiento obtenido mediante la intervención de las comunicaciones resulte necesaria para la efectividad del derecho. En conclusión desestima el recurso del condenado.

Como vemos, esta doctrina tiene similitudes con la balancing approach del voto disidente del Juez WHITE a la sentencia del caso STONE vs. POWELL de 1976, que hemos citado anteriormente.

A raíz de aquella sentencia se ha consolidado en la jurisprudencia la doctrina de la conexión de antijuridicidad, cuya razón para afirmar la independencia jurídica de unas pruebas respecto de otras, reside en que las pruebas derivadas son, desde su consideración intrínseca, constitucionalmente legítimas, pues ellas no se han obtenido mediante la vulneración de ningún derecho fundamental; por lo tanto, no puede entenderse que su incorporación al proceso implique lesión del derecho a un juicio con todas las garantías.

El supuesto típico es la confesión del acusado precedida de prueba ilícita. Se trata de determinar si las declaraciones del acusado que son consecuencia de una prueba de tal naturaleza, quedan afectadas por la ilicitud por guardar con ellas relación de causalidad, o pueden aislarse y salvarse en virtud de la doctrina de la conexión de antijuridicidad.

El problema viene centrado y resuelto por la sentencia del Tribunal Constitucional 161/99, de la siguiente manera: “el recurrente mantiene que su declaración está en relación de dependencia respecto de la violación de su domicilio. Para justificarlo utiliza un razonamiento puramente causal: de no haberse registrado la vivienda, no se habría hallado la droga; de no haberse hallado la droga, no se le habría detenido ni recibido declaración; si no se le hubiera tomado declaración nunca habría reconocido la pertenencia de la droga". Ante este razonamiento casuístico puramente material, de suerte que cada conclusión es consecuencia de la anterior y base de la siguiente, la postura jurisprudencial es clara: "este razonamiento es insuficiente en términos jurídicos; es la conexión de antijuricidad con las otras pruebas lo que permite determinar el ámbito y extensión de la nulidad declarada, de suerte que si las pruebas incriminadoras tienen una causa real diferente y totalmente ajena a la vulneración del derecho fundamental, su validez es indiscutible”.

Para la jurisprudencia constitucional la falta de conexión de antijuricidad es especialmente predicable de las declaraciones realizadas por el imputado, con todas las garantías, una vez que ha sido informado de sus derechos, y con asistencia de Letrado. De manera singular puede procla­marse esa desconexión de las manifestaciones efectuadas mucho después de la detención (por ejemplo en la declaración indagatoria), cuando se conocen plenamente todas las actuacio­nes y se cuenta con una asistencia jurídica sin condicio­nante alguno que permite una defensa eficaz. Si el imputado renuncia a hacer valer una eventual o hipotética causa de nulidad o, pese a su constancia, desea asumir sus responsabilidades y declarar sobre los hechos, tal material probatorio estará incontaminado y será susceptible de ser plenamente valorado.

Así, por ejemplo, la sentencia 239/99considera que no existe nexo de antijuridicidad que invalide la confesión del acusado en el acto del juicio sobre la realidad de la ocupación del arma en el domicilio, y la nulidad del registro domiciliario en que fue hallada; no debiéndose indagar las razones del porqué el recurrente en el Plenario, debidamente instruido, decidió reconocer la ocupación del arma, cuando pudo simplemente negarse a declarar o guardar silencio. También la sentencia 86/95, que mucho antes ya había declarado que la validez de tal confesión no puede hacerse depender de los motivos internos del confesante, sino de las condiciones externas objetivas en las que se obtuvo.

Incluso esa jurisprudencia constitucional ha llegado a conceder igual valor a las declaraciones iniciales que siguen a la detención, aunque en esos momentos no conste la eventual nulidad de la prueba que ha conducido a la detención. Así, la sentencia 136/2006, que pese a estimar vulnerado el derecho al secreto de las comunicaciones, reitera la autonomía de la prueba de confesión de los imputados, al entender que los derechos a no declarar contra sí mismo, a no confesarse culpable y a la asistencia letrada, son garantías que constituyen medio eficaz de protección frente a cualquier tipo de coerción o compulsión ilegítima. "La libre decisión del acusado de declarar sobre los hechos permite, desde una perspectiva interna, dar por rota, jurídicamente, cualquier conexión causal con el inicial acto ilícito. A su vez, desde una perspectiva externa, esta separación entre el acto ilícito y la voluntaria declaración por efecto de la libre decisión del acusado atenúa, hasta su desaparición, las necesidades de tutela del derecho fundamental material que justificarían su exclusión probatoria, ya que la admisión voluntaria de los hechos no puede ser considerada un aprovechamiento de la lesión del derecho fundamental".

Como puede verse, la línea de razonamiento que prevalece en la doctrina constitucional tiene su referente en la jurisprudencia americana, donde está arraigada la excepción del nexo causal atenuado, al que se refería la sentencia recaída en el caso Wong Sun, anteriormente analizada.

Por lo que se refiere a nuestro Tribunal Supremo predomina también la tesis de su admisibilidad, ya se trate de declaraciones inmediatas a la detención o en momento muy posterior. Los ejemplos encontrados en el repertorio jurisprudencial son innumerables. Para su estudio en profundidad me remito al correspondiente capítulo de mi libro, bastando citar aquí, por poner algún ejemplo, la sentencia de19 de marzo de 2001, que pese a la posible ilicitud de las intervenciones telefónicas que pudieron contaminar el posterior registro domiciliario, considera válida la declaración del acusado admitiendo la posesión de la droga; "posesión que se presenta como una realidad fáctica acreditada por sus propias declaraciones, en una actuación que hemos de considerar eficaz como prueba de cargo por hallarse jurídicamente desconectada de aquellas posibles vulneraciones constitucionales producidas en las mencionadas intervenciones telefónicas".

 

Ciertamente, también existe en el Tribunal Supremo una línea restrictiva, de la que es exponente la sentencia de 30 de abril de 2007,que considera que es posible valorar la confesión cuando esté desvinculada temporalmente de la prueba ilícita, pero no cuando se trate de declaraciones sumariales temporalmente cercanas a la misma. "En estos casos, tanto si la declaración es policial como si es sumarial, la existencia del objeto o dato obtenido ilícitamente condiciona inevitablemente la declaración del imputado, que tiende naturalmente a organizar su defensa partiendo de una realidad que en ese momento no se encuentra en situación de cuestionar. En algunos casos, puede decirse que en el momento en que se le recibe declaración ni el imputado ni su defensa han tenido oportunidad de conocer las condiciones en las que tal objeto ha sido conocido, obtenido e incorporada su existencia al proceso. Por ello, es preciso un examen detenido de cada caso para determinar si puede afirmarse que la confesión realizada lo fue previa información y con la necesaria libertad de opción y no de forma condicionada por el hallazgo cuya nulidad se declara posteriormente, pues si tal condicionamiento hubiera existido, la utilización de tal prueba supondría un aprovechamiento de la ilegítima vulneración del derecho fundamental que debe ser rechazado al exigirlo la necesidad de protección de aquél".

Y recientemente se ha abierto una nueva línea de interpretación, que es aceptada minoritariamente, que prohíbe en todo caso la utilización de cualquier información obtenida al hilo de una prueba ilícita, con lo que la confesión inculpatoria del acusado en el Plenario, no obstante estar prestada con todas las garantías y puntualmente informado de la nulidad de la prueba, no produciría efecto; ya que, incluso, resultaría improcedente dirigir pregunta alguna relativa al descubrimiento obtenido a través de la prueba anulada, al ser una pregunta capciosa por inducir a error.

Exponente de esta tesis es el voto particular a la sentencia de 9 de enero de 2006 del caso Operación Pontevedra, formulado por el magistrado Andrés Ibáñez, que considera que la ilegitimidad de la intervención telefónica debió transmitir sus efectos a la confesión de la posesión de la droga incautada, que es consecuencia de la misma y no puede ser valorada como medio de prueba autónomo.

Y escribe: La idea de que la confesión autoinculpatoria, que es mera aceptación de lo conocido a través de una intervención connotada de ilegitimidad constitucional, carece de relación con la intervención telefónica declarada nula, sólo por haberse producido conforme a las exigencias formales y legales de la declaración del imputado en el juicio, es argumentalmente falaz, por varias razones:

1ª. Porque la observancia de las exigencias de tutela judicial del declarante tiene un efecto actual, es decir, en el acto concreto, pero no retroactúan sobre la naturaleza de los antecedentes de la propia declaración.

2ª. Porque no está al alcance del declarante -ni de nadie- convertir lo inconstitucionalmente ilegítimo en legítimo.

3ª. Porque visto el propósito del confesante de eludir la condena defendiéndose en el juicio y recurriendo la sentencia, sólo cabe concluir que actuó según lo hizo por pura ignorancia del contexto procesal en el que se producían sus manifestaciones. Lo que, sin duda, sugiere un déficit objetivo de defensa, por falta de prevención frente a una pregunta del Fiscal que fue claramente capciosa en el marco en que se hizo.

Con este planteamiento –sigue diciendo- no se priva al hipotético culpable arrepentido del derecho a realizar voluntariamente un acto rasgado de catarsis, porque este derecho no existe como tal, y el inculpado no dispone del proceso. Incluso, ante el supuesto improbable de una persona con tal pretensión, diré que, ciertamente, estaría errando de Tribunal, al usar a uno de los del Estado para ese personalísimo y poco jurídico modo de confesar, en realidad confesarse. Y conviene reparar en que aquí lo legal y constitucionalmente improcedente no es sólo la confesión, sino, antes, el interrogatorio mismo, teñido de objetiva ilegitimidad en sus presupuestos, que ya eran inutilizables”.

El Voto Particular que comentamos critica severamente la doctrina de la conexión de antijuridicidad, que supone una reformulación del artículo 11.1 de la Ley Orgánica, pues, en efecto, al enunciado que prescribe imperativamente: “No surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”, mediante ese imaginativo criterio de lectura, se le hace decir: “Las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales, surtirán efecto, salvo que ...”. De donde se sigue, como bien ilustra la practica actual de los tribunales, que la regla legal pasa a ser excepción jurisprudencial.

A su juicio no es posible operar con una artificiosa distinción de dos planos y otros tantos cursos causales, el jurídico y el natural o real. Los efectos jurídicos no pueden ser denotados como irreales, puesto que han acontecido y originado consecuencias de orden práctico.

La conclusión necesaria es que el artículo 11.1 de la Ley Orgánica descalifica los efectos directos y los indirectos que puedan extraerse de las pruebas ilegítimamente obtenidas. Y lo hace de forma tan radical y de tal claridad expresiva que incluso tendrían que resultar comprendidos los posibles efectos “naturales” de aquéllas, ya que “donde la ley no distingue no se debe distinguir”. En definitiva, vigente el artículo 11.1, cuando se excluye su aplicación mediante interpretaciones tan forzadas como la que se expresa en la llamada teoría de la conexión de antijuridicidad, por la sola razón pragmática de evitar situaciones concretas de impunidad, se pierde de vista que, al mismo tiempo, se otorga un marchamo de regularidad constitucional y legal a actuaciones policiales y judiciales de escasa o ninguna profesionalidad, que objetivamente no lo merecen. Lo que equivale a estimular su reiteración y a difundir por vía jurisprudencial un mensaje demoledor en el plano de la cultura de jueces y policías: que puede valer igual lo mal hecho que lo realizado con rigurosa observancia de las normas dadas en garantía de los derechos fundamentales.

Es por lo que entiende que de la valoración como ilegítimas de las intervenciones telefónicas debió seguirse la constatación de un vacío probatorio que determinara la absolución de los recurrentes.

De todo lo que llevamos dicho podemos sacar las siguientes conclusiones:

Que en el momento actual nos encontramos en la misma encrucijada de hace muchos años: elegir entre el descubrimiento de la verdad material a costa de la relajación de las garantías procesales, o la defensa a ultranza de los derechos fundamentales del acusado con el coste social que puede generar la impunidad de delitos comprobados.

Ahora bien, la prohibición de valoración de la prueba obtenida ilegalmente no es cuestionable, al haber una razón de legitimidad, pues en un ordenamiento de democracia constitucional, como el nuestro, el Estado sólo puede intervenir legítimamente para limitar derechos fundamentales, si respeta las normas que él mismo se ha dado en la materia. Por eso, cualquier actuación del ius puniendillevada a cabo al margen de esta exigencia es rigurosamente ilegítima.

Pues bien, está doctrinalmente aceptado que el artículo 11.1 de la Ley Orgánica consagra, en el plano de la legalidad ordinaria, una garantía que es implicación necesaria del contenido del artículo 24.2 de la Constitución: el derecho del presunto inocente a no ser condenado sino es en virtud de prueba válidamente obtenida; y en ambas normas se configura esa garantía procesal con rango de derecho fundamental del acusado. A diferencia de lo que sucede en EE UU en que se concibe la garantía procesal no como derecho fundamental con autonomía propia, sino como dispositivo de protección de los derechos fundamentales sustantivos, encaminado a prevenir abusos policiales; esto es, el efecto disuasorio, como ya vimos declaró la sentencia del caso CALABRA. Aunque a mi juicio esta distinción es artificiosa, pues también el derecho a un juicio justo está expresamente reconocido como un derecho fundamental autónomo en la V Enmienda, y de ella no pueden extraerse consecuencias importantes, como hace el Voto Particular de la sentencia del caso Pontevedra en su crítica a la doctrina de la conexión de antijuridicidad.

Efectivamente, la tesis de ese Voto Particular es que el artículo 24.2 de la Constitución proporciona un elemento de interpretación del alcance del artículo 11.1 de la Ley Orgánica, conforme al cual en ningún caso sería posible el aprovechamiento de los efectos de la prueba ilícita, porque se verían comprometidos no solo el derecho fundamental sustantivo (la inviolabilidad del domicilio o el secreto de las comunicaciones, en los ejemplos más clásicos), sino también el derecho fundamental procesal del juicio justo.

En mi opinión, no podemos detenernos ahí, pues la Constitución proporciona otro elemento interpretativo de mayor relevancia, el valor Justicia proclamado en su artículo primero, que lleva a considerar legítimas desde la perspectiva constitucional las excepciones reconocidas en la jurisprudencia: la doctrina del hallazgo inevitable, o la conexión de antijuridicidad; que autorizan en algunos casos, el aprovechamiento de la noticia proporcionada por la prueba ilícita, limitando las consecuencias extremas de aquella rígida y literal interpretación del artículo 11.1 de la Ley Orgánica, que ha conducido en muchos casos a absoluciones que no se avienen con la razón, con el interés social y la Justicia.

Ciertamente, la práctica enseña que es difícil preestablecer un esquema para determinar el efecto reflejo de la prueba ilícita, por eso la fórmula del artículo 11.1 ha dado tantos quebraderos de cabeza, pues cada caso ha de ser decidido particularmente. En mi opinión no se debe descartar a priori el reconocimiento de efectos jurídicos a los conocimientos adquiridos a raíz de una prueba ilícita, pues cuando menos, será la fuente que proporcione la noticia criminis, que genere en el Juez Instructor la obligación de proceder a la comprobación del hecho denunciado; obligación que surge con indiferencia de la naturaleza de esa fuente, bastando incluso la delación anónima.

Los ejemplos extraídos del repertorio jurisprudencial son innumerables; pensemos en la intervención telefónica ilegal de la policía que suministra el dato de la fecha y lugar donde se va a proceder a la transacción de la droga, o del lugar de ocultación del cuerpo del asesinado; pensemos en los casos, que han motivado tantas absoluciones, de ocupación de droga en registros domiciliarios efectuados sin mandamiento, por la errónea creencia del agente de darse una situación de flagrancia; o el caso extremo del ladrón que entra en una vivienda a robar, se encuentra por casualidad con un cadáver o con la persona secuestrada y lo comunica anónimamente a la Autoridad, y pongo este ejemplo en el que la vulneración del derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio procede de un particular.

¿Debe hacer el Juez Instructor caso omiso de la noticia por el hecho de proceder de una fuente ilegal?. Creo que no. El Juez está obligado a la comprobación del hecho denunciado, y todas las pruebas practicadas a partir de ahí, con las debidas garantías procesales, para investigar el hecho conocido por la fuente ilícita serían por sí mismas legítimas. Como reflexiona la sentencia 161/99 del Tribunal Constitucional, "que el hallazgo de la droga fuera consecuencia de un acto ilícito no supone que la droga no fue hallada, ni que sobre el hallazgo no se puede proponer prueba porque haya de operarse como si no hubiera sucedido. La droga existe, fue hallada, decomisada y analizada”. Y concluye que “no puede aceptarse la afirmación hecha por el demandado de que no se le podía preguntar por la droga".

En definitiva, comparto la postura de la jurisprudencia constitucional cuando afirma que el derecho a un juicio justo no se ve comprometido por el hecho de aprovechar información obtenida de una fuente ilegítima, si la presunción de inocencia logra desvirtuarse en virtud de pruebas válidas realizadas con todas las garantías, sin conexión de antijuridicidad con la fuente de prueba.

Ciertamente, la fórmula del artículo 11.1 de la Ley Orgánica, al referirse al efecto indirecto de la prueba ilícita, ha dado tantos problemas que quizá la solución sea suprimir esa expresión; solución que vemos acogida en el Derecho comparado, donde la regla de exclusión de la prueba ilícita, en muchos casos es solo una construcción jurisprudencial que admite importantes excepciones; y en los países donde se consagra legalmente no se llega a consecuencias tan exageradas; así, en Italia el artículo 191.1 del Código de Procedimiento Penal de 1988 dispone que “las pruebas adquiridas con violación de prohibiciones establecidas por las leyes no pueden ser utilizadas”, sin referirse al efecto reflejo.

En el Derecho francés, a tenor del artículo 172.2 del Código de Procedimiento Penal, el Tribunal decide si la anulación de actos lesivos de determinados principios fundamentales o del derecho de defensa, se limita al acto viciado, o se extiende a todo o parte del procedimiento ulterior; entendiendo la doctrina que la exclusión no afecta a las pruebas descubiertas merced a la fuente espuria.

En Canadá, el artículo 24.2 de su Constitución de 1982 dice: “Cuando un Tribunal llegue a la conclusión de que una prueba fue obtenida de manera que infrinja o niegue derechos o libertades garantizados por esta Carta, la prueba será excluida si se establece que, teniendo en cuenta todas las circunstancias, su admisión en el procedimiento produciría un desprestigio a la Administración de Justicia”.

Finalmente en el Reino Unido la Police and Criminal Evidence Act de 1984 establece que “el Tribunal podrá rechazar una prueba de cargo cuando teniendo en cuenta todas las circunstancias, incluidas aquellas en que fue obtenida, su admisión produciría un efecto tan negativo sobre la limpieza del procedimiento, que el Tribunal no debería admitirla”. Y en este país la Corte de Apelación ha tenido especial cuidado en no proporcionar guía alguna sobre cómo ejercitar el poder de inadmisión conferido a los Tribunales.

En definitiva, quizá sea ésta la mejor solución, porque como reflexiona la sentencia de 1988 del caso SAMUEL, “no es deseable intentar construir un criterio general porque las circunstancias pueden variar hasta el infinito”.

Antonio Pablo Rives Seva.
Teniente Fiscal de la Fiscalía de la Comunidad Autónoma de Castilla La Mancha.

 

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