El Control Judicial de la Privación de Libertad y Derechos Humanos


Pormathiasfoletto- Postado em 29 novembro 2012

Autores: 
BOVINO, Alberto

 

 

La prisión no es hija de las leyes ni de los códigos,
ni del aparato judicial.
Michael FOUCAULT, Vigilar y castigar.

 I. LA CÁRCEL COMO UN "ESPACIO SIN LEY"

Suele afirmarse que la cárcel es el espacio "sin ley" de la justicia penal. Si bien uno podría coincidir, en principio, con tal afirmación, resulta necesario realizar algunas consideraciones adicionales. En primer término, debemos definir el significado del término "sin ley". Éste puede significar, al menos, dos cosas diferentes: a) que se trata de un ámbito no regulado por la ley; o b) que se trata de un ámbito de inobservancia generalizada de la ley. En segundo lugar, también es necesario determinar si la "ilegalidad" que se predica de la cárcel no afecta, en realidad, a toda la justicia penal. Entendemos por ilegalidad, en este contexto, el apartamiento, por parte de los actores de cualquier ámbito de la justicia penal, de las normas fundamentales del ordenamiento jurídico.

En nuestra opinión, la ilegalidad que ha caracterizado a la cárcel deriva principalmente de la práctica jurídica antes que de la ausencia de reglas positivas que pongan límites a la injerencia estatal sobre los derechos fundamentales de las personas privadas de libertad. Si bien es cierto que desde la consolidación del Estado de derecho moderno ha tenido lugar un proceso de producción normativa muchísimo más elaborado en el campo del derecho penal sustantivo y del derecho procesal penal, la definición del carácter administrativo de la institución penitenciaria, y la ausencia de control judicial sobre la vida carcelaria no han sido determinadas, al menos de manera significativa, por principios de los Ordenamientos jurídicos vigentes. En todo caso, no han sido los textos legales los que condicionaron la ilegalidad carcelaria.

El reconocimiento normativo del principio de legalidad material y de los derechos fundamentales que se invocan actualmente para justificar la necesidad de dotar de legalidad a la institución carcelaria no es reciente, data, por 10 menos, del siglo pasado. Lo único reciente es la variación del sentido y del alcance que la práctica jurídica reconoce a esos principios en relación a las personas privadas de libertad. El texto constitucional argentino, por ejemplo, estableció, ya en 1853, una especial protección para las personas en prisión. El arto 18 de la Constitución Nacional, en este sentido, establece en su última frase:

"Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice".

La cláusula citada impone desde el siglo pasado todo un programa sobre la institución carce laria. No sólo establece límites insalvables para la injerencia estatal sobre las personas privadas de libertad sino que, además, dispone la obligación de que toda medida restrictiva de derechos sea resuelta judicialmente. A pesar de las posibilidades que el texto constitucional brindaba -y aún brinda -, ni los legisladores ni los tribunales argentinos extrajeron de él consecuencia alguna. La disparidad del tratamiento jurisprudencial entre la protección de derechos constitucionales de personas en libertad y de personas encarceladas ha sido tremenda. El desarrollo jurisprudencial de la protección de la propiedad privada y la creación pretoriana del instituto del amparo, en este sentido, demuestran esta inmensa disparidad.

Tampoco produjeron efectos significativos sobre el funcionamiento cotidiano de la prisión las legislaciones penitenciarias que pretendieron regularla, ni la positivización del derecho internacional de los derechos humanos. No parece posible, en consecuencia, afirmar que la cárcel sea un espacio "sin ley" por la ausencia de normas jurídicas. La legalidad no ha penetrado a la cárcel, principalmente, por las prácticas de los operadores de la justicia penal.

Ahora bien, también es necesario determinar si la ilegalidad de la cárcel no alcanza a la justicia penal en general. Ello es necesario pues al hablar de la cárcel como un espacio "sin ley" parece admitirse, implícitamente, que los demás espacios de la justicia penal es tán sometidos a la legalidad. Tal afirmación, aun en abstracto, resulta insostenible. La cárcel es un elemento central del sistema de justicia penal. No parece posible, en consecuencia, que su ilegalidad subsista a pesar de su oposición respecto de los demás elementos que integran la administración de justicia penal en su conjunto.

Por otra parte, resulta manifiesto que, a pesar del mayor desarrollo normativo del derecho penal y del derecho procesal penal, la ilegalidad también afecta al resto de la justicia penal. Debe reconocerse, sin embargo, que tal ilegalidad presenta significativas diferencias en cuanto a su magnitud. Desde que el Iluminismo plasmara/el programa político criminal del Estado de derecho moderno hasta nuestros días, los países de nuestra región, como regla, no han logrado cumplir con las pautas básicas de ese programa. En este sentido, los ámbitos de actuación de los legisladores, las fuerzas de seguridad, los integrantes del ministerio público y los jueces penales, en mayor o menor medida, también constituyen espacios "sin ley" que permiten la vulneración cotidiana de los derechos fundamentales de las personas.

Si atendemos al principio de legalidad material, a pesar de ser considerado uno de los pilares del derecho penal moderno, diversas circunstancias permiten afirmar que no ha logrado cumplir con la finalidad que se le atribuye. Así, por ejemplo, la hiperinflación en materia de legislación penal, la vaguedad y amplitud de ciertas figuras penales, la legislación de emergencia, la aplicación analógica de la ley penal, los tipos penales de peligro abstracto, la penalización de actos preparatorios, etc., han neutralizado su finalidad protectora. En cuanto al proceso penal, no es necesario reflexionar demasiado para admitir que el actual proceso de reforma en América Latina obedece a la imperiosa necesidad de reemplazar modelos de enjuiciamiento que deberían haber sido abandonados inmediatamente después de la emancipación política de nuestros países de la dominación colonial. El principio de inocencia, a través del abuso del encarcelamiento preventivo, jamás ha sido respetado -con la honrosa y reciente excepción de Costa Rica-. La garantía de imparcialidad recién comienza a ser comprendida y respetada en los últimos tiempos.

La justicia penal, en síntesis, siempre ha sido un espacio "sin ley". La cárcel, como uno de sus elementos centrales, también lo es. Su ilegalidad, sin embargo, presenta una particular especificidad que explica su mayor magnitud y, también, su mayor dificultad para revertirla.

La ilegalidad en la criminalización primaria -esto es, en la formulación abstracta de las prohibiciones penales - o en las formas procesales, difícilmente provoquen reacciones significativas en la opinión pública o en los movimientos sociales. Sólo cuando se pone en marcha la criminalización secundaria -esto es, la persecución penal de un individuo determinado - es que las personas reaccionan frente a la ilegalidad. La capacidad de reacción, sin embargo, no es la misma para todos. Si bien se supone que todos somos iguales ante la ley, lo cierto es que algunos son más iguales que otros. Quienes son encarcelados, regularmente, carecen de posibilidades para instalar un debate público sobre las injusticias que sufren cotidianamente. Tal como señalan los criminólogos, la cárcel termina de marginar a quienes ya habían sido marginados fuera de ella. De allí que la protección de los derechos de estas personas no interese especialmente ni a los operadores de la justicia penal, ni al resto de los actores sociales. En este sentido, es notable cómo en América Latina ha habido una fuerte reacción de las organizaciones no gubernamentales frente a las graves violaciones de derechos humanos cometidas en épocas de violencia política y, al mismo tiempo, estos organismos se han desentendido, por lo general -sea en dictadura o en democracia - de los derechos de los presos comunes.

El espacio carcelario, por lo demás, es un espacio oculto al resto de lo social. La propia naturaleza de la institución penitenciaria oculta las prácticas que se desarrollan en su interior. La convivencia permanente entre guardados y guardianes, junto con las facultades -legales o de jacto reconocidas a estos últimos para controlar a los primeros, por otra parte, convierte a la ilegalidad en una posibilidad siempre presente. El proceso penal es una serie discontinua de actos que afecta o puede afectar al imputado en determinados momentos. La prisión, en cambio, constituye una situación que trae aparejada una serie continua y permanente de actos que afectan cotidianamente a la persona encarcelada. La relación entre reclusos y guardias, a diferencia de las relaciones procesales, es constante, impredecible, inevitable, no reglada formal o materialmente, no impugnable.

11. El desconocimiento de los derechos del detenido La práctica jurídica, hasta hace poco tiempo, recurría a diversos argumentos para negar la protección de los derechos fundamentales de los presos. Hasta 1960, los tribunales estadounidenses se declaraban incompetentes para resolver peticiones interpuestas por personas privadas de libertad refe ridas a las condiciones de detención. Esta política de no intervención parece haberse originado en la antigua opinión, vigente en el siglo XIX, que consideraba que 11 el condenado no era más que un esclavo del Estado", sin posibilidad de reclamar por el ejercicio de sus derechos2. Otras razones alegadas por los tribunales federales de ese país para justificar su política de no intervención han sido, por ejemplo, la doctrina de la separación de poderes -se atribuía el control sobre las prisiones ,al poder legislativo -, lo que provocaba que los tribunales otorgaran una presunción de legalidad casi incuestionable a los actos de los órganos administrativos penitenciarios. También se alegaban cuestiones de federalismo, impericia judicial sobre los temas penitenciarios, temor de debilitar los sistemas disciplinarios de la prisión, y la distinción entre derechos y beneficios. Tal situación dejaba a los prisioneros completamente indefensos, sin acción judicial alguna para reclamar la protección de sus derechos constitucionales 3.

En el ámbito del derecho continental, se recurría a dos mecanismos típicos para colocar en situación de absoluta desprotección a las personas privadas de libertad. O bien se justificaba "jurídicamente" el carácter administrativo de la etapa de ejecución de la pena, o bien se organizaba el control judicial de la ejecución de modo tal que, en la práctica, fuera imposible hacerlo efectivo. Esto sucedía, por ejemplo, en las legislaciones que atribuían tal control al mismo tribunal que había impuesto la sentencia condenatoria -caso de la jurisdicción federal argentina antes de la entrada en vigencia del código oral "moderno", modelo cordobés -o Si bien la situación jurídica mejoró sustancial mente antes de la adopción del código oral, a través de la ley 23.098, reguladora del instituto del habeas corpus, que incluyó entre los supuestos de procedencia de este mecanismo procesal el de "agravamiento ilegítimo de las condiciones de detención", los jueces de la ciudad de Buenos Aires -con honrosas excepciones , como, por ejemplo, la de Luis niño no estuvieron a la altura de sus obligaciones, y desarrollaron una jurisprudencia extremadamente restrictiva, neutralizando la posibilidad de lograr trans formaciones significativas en las prácticas de la administración penitenciaria.

En España -y en otros países europeos -, por su parte, se acudió a la doctrina de la "relación de sujeción especial" entre el interno y la administración penitenciaria para restringir los derechos fundamentales de los reclusos . Esta doctrina ha sido definida como aquella "construcción jurídica que fundamenta un debilitamiento o minoración de los derechos de los ciudadanos, o de los sistemas institucionalmente previstos para su garantía, como consecuencia de una relación cualificada con los poderes públicos, derivada de un mandato constitucional o de una previsión legislativa conforme con aquélla que puede ser, en algunos casos, voluntariamente asumida y que, a su vez, puede venir acompañada del reconocimiento de algunos derechos especiales en favor del ciudadano afectado por tal institución"4. Se ha señalado, por su parte, que las instituciones jurídicas más afectadas por estas categorías "son el principio de legalidad, los derechos fundamentales y la protección judicial de los mismos".

A partir de esta doctrina se definió a quien era abarcado por esta relación de sujeción especial a la administración -entre otras, las personas detenidas - como personas cuyo estatus jurídico quedaba reducido a una forma extremadamente sencilla, en la cual todo eran obligaciones y apenas se reconocía derechos. La evolución de esta doctrina en Alemania y en Italia, por lo demás, indicó el carácter propio de un Estado absolutista en las relaciones Estado -súbdito que ella establecía.

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